un mundo iluminado
fecha de publicación: 19/11/2011
Era en ese lugar donde hacía el primer descanso de la mañana. Se bajaba de la bicicleta, la dejaba en el suelo, se quitaba la mochila y se tumbaba bajo una encina, tras unos arbustos que le permitían esconderse y ver a los animales que merodeaban por la charca (habitualmente cigüeñas y garcillas bueyeras buscando insectos en sus orillas y alguna polla de agua o ánade real nadando en sus aguas; y de forma esporádica cigüeñuelas, algún somormujo y garzas reales). Sin embargo, lo que más le gustaba era impregnarse del olor a monte que todo lo abarcaba. Las fragancias desprendidas por el tomillo, el cantueso y, sobre todo, por la jara pringosa son imborrables para el que lo conoce. Se impregnan de tal forma en la mente que son imposibles de olvidar. El chico no lo sabía, pero la última razón de esos viajes en bicicleta eran esos momentos en los que, cerrando los ojos, aspiraba el aire que le rodeaba.
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Una vez descansado era el momento de almorzar la comida que llevaba en la mochila. De entre las cosas que solía llevar, eran las croquetas que le hacia su madre lo que más le gustaba.
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Su madre siempre se las freía, nunca más de tres o cuatro, la noche anterior y cuando se las comía en su escondite entre jaras estaban ya arrugadas y frías. Aun así, aquel momento en el que el chico se acercaba las croqueta a la boca era de tal complacencia, que le habría gustado repetirlo el resto de mañana. El placer no solo procedía del sabor espectacular de lo que comía, sino también de su aroma. El momento en el que le daba el primer bocado con sus incisivos, y la croqueta se abría, el aroma yodado a mar se mezclaba con el alcanforado de monte y esa mezcla, que a cualquiera le habría parecido, de surrealista, desagradable, a él le parecía el descubrimiento aromático más increíble. Cuando las terminaba seguía durante un rato viendo pájaros y apuntando ideas en la libreta que siempre llevaba encima.
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El chico dejó se ser chico. Los avatares de la vida le habían llevado a vivir a una ciudad muy alejada de su pueblo natal. Aunque le proporcionaba muchas ventajas estar en aquel lugar, tenía un gravísimo inconveniente: no existían encinares con monte bajo a los cuales ir a pasar las mañanas.
El chico, que ya no era tan chico, tenía, sin embargo, una escapatoria. De vez en cuando cocinaba las croquetas que su madre le había enseñado a hacer. Al llevárselas a la boca, tras el primer mordisco con sus incisivos, el olor de la croqueta le hacía cerrar los ojos. Entonces sonreía y, como por arte de magia, aparecían en su mente el resto de aromas de aquellas mañanas entre encinas, tomillos, cantuesos y jaras; entre colores y sonidos de pájaros; aquellas mañanas de recorridos locos en bicicletas. Si estaba acompañado, habitualmente le preguntaban el porqué de esa sonrisa…
, "Gastroconversaciones, Olores e imágenes de su infancia."
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© Fernanda Medina. …quieres hablar conmigo?