un mundo iluminado
fecha de publicación: 07/01/2013
Al igual que mi padre no podía tener vértigo, mi madre no podía enfermar. Cualquier recaída o aviso de sentirse mal, aunque sólo fuese «un poco mal», eran de inmediato atajados por la conspiración incansable de las circunstancias. La realidad, tan pelma, no se paraba nunca. Sólo había dos momentos de verdadera fuga. Uno, el de encaminarse a la iglesia la mañana de domingo. No tanto el estar en misa, sino el acudir a la misa. Era su tiempo opiáceo, de sosiego y traslación. El otro instante de fuga era cuando podía leer. Su turno de periódico. Después de la comida, lavar, fregar, poner todo en orden, tenía esa vía de escape. Eran unos minutos de total abstracción. Igual que le ocurría con los libros, cualquier libro de los que iban cayendo por casa. Era admirable esa relación, esa felicidad. Podías gritar que había un incendio, una inundación, lo que fuese. Ella, nuestra madre, permanecía hechizada. Atrapada. Raptada. No respondía. No levantaba la vista. Su única reacción era acercarse un poco más a aquel objeto del desvelo.
Manuel Rivas , "Las voces bajas"
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