un mundo iluminado
fecha de publicación: 08/08/2013
¿Los mejores recuerdos que conservo de aquella época? Tres años seguidos, durante las vacaciones de verano, fui con mis abuelos maternos a un pueblo de alta montaña, no lejos de aquel lugar encantador que llamamos allí Canat-Bakicht, el Canal de Baco. Cada día, nada más despertarnos, mi abuelo y yo subíamos a pie hasta la cumbre, llevando solo bastones y algo con lo que apaciguar el hambre: fruta y bocadillos.
Después de dos horas de escalada, llegábamos a una cabaña de cabreros, construida en tiempos de los romanos, según decían, pero que carecía de esplendor antiguo alguno; era solo un refugio de piedra sin labrar, con una puerta tan baja que hasta yo, a los diez años, tenía que echarme para entrar. En el interior, una silla de patas tambaleantes con la rejilla destrozada, y olor a cabra. Pero para mí era un palacio, un reino. No bien llegábamos, me instalaba allí; mi abuelo se sentaba fuera, en una piedra alta, apoyándose con las dos manos con el bastón. Me dejaba entregado a mis ensueños. ¡Dios mío, qué ebriedad! Navegaba entre las nubes, era el amo del mundo, sentía en mi vientre los cálidos júbilos del universo.
Y cuando el verano terminaba y yo volvía a bajar a la tierra, mi dicha se quedaba allá en lo alto, en la cabaña. Me acostaba cada noche en nuestra amplia casa, bajo los cobertores bordados, rodeado de tapices, de sables cincelados y de aguamaniles otomanos, pero sólo soñaba con la choza de los pastores. Por cierto, aún hoy, en la otra vertiente de la vida, cuando vuelvo a ver en sueños el territorio de mi infancia, lo que se me aparece es aquella cabaña.
Amin Maalouf , "Las escalas de Levante"
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