un mundo iluminado
fecha de publicación: 01/09/2011
Cuando entra en la pescadería de la lonja del puerto, un rayo de sol atraviesa el cristal de los ventanales, tan a tiempo como si la hubiera perseguido hasta allí. Entonces, durante un instante, las escamas de los pescados, tantos, tan abundantes, tan diferentes entre sí, brillan sobre el hielo como si hubieran sido labradas en un metal precioso. Ella asiente en silencio, con la cabeza, y en su estado de ánimo melancólico, como una lluvia interior y portátil en esta mañana espléndida, se dice que sí, que son de oro y de plata, un tesoro que se le va a escurrir entre las manos como la arena dorada de la playa.
No se llama Mari, pero aprecia el diminutivo más universal como una muestra de cariño, la confianza que se ha ganado a pulso, año tras año, ante el mismo mostrador. Al principio, ni siquiera sabía cómo pedir la mayoría de las especies, a veces más de treinta, que se agolpan encima del mármol. Ahora se las sabe todas, y puede llamar por su nombre a cada uno de esos peces planos, tapaculos, acedías, lenguas, lenguados, como fotocopias a escala de un mismo modelo que confunden a las veraneantes madrileñas de las que ella ha dejado ya de formar parte. En Madrid, los tapaculos son gallos pequeños, y las lenguas, lenguadinas, pero al volver a su ciudad, ella sigue dándoles su nombre gaditano, quizá porque acedías no hay.
-¿Te vas ya, Mari?
-Sí, ahora mismo, qué le vamos a hacer…
Adiós a las acedías, piensa mientras las mira, distinguiendo bien, de una simple ojeada, dos variedades aparentemente idénticas en dos cajas iguales, pero con precios distintos, porque unas, las más caras, son de aquí mismo y cogidas anoche, Mari; las otras, vete tú a saber… Adiós a Nuestro Señor el Choco y a sus huevos blancos, extraordinariamente deliciosos. Adiós a su cofradía de parientes grandes y pequeños, las almendritas, las puntillitas, los calamares, los chipirones, y los pulpos de la bahía, tan ricos, tan tiernos, tan distintos a los que llegan a Madrid siempre desde el Norte. Adiós al pargo, a la urta, a la corvina, porque si esto es corvina, lo que come en invierno no merece ese nombre. Y a los mejores langostinos del mundo, y a las coquinas, y a las cañaíllas, con lo bien que le salen ahora que ha aprendido a cocerlas siete minutos exactos y en su punto de sal, adiós, queridas, queridos, adiós, adiós…
Así, se va despidiendo poco a poco de la alegría de los veranos, el atún rojo, maravilloso, con sus lomos y sus morrillos, su barriga y sus ijadas, y las gambas blancas, y las caballas, y las almejas, y los marrajos, y los cazones, y las huevas, ¡ay!, las huevas chicas para freír, las huevas grandes para aliñar. Y las galeras. ¿Cómo podrá volver a hacer un arroz sin esta especie de cigalas prehistóricas, fortificadas por una coraza calcárea que raja los dedos de los incautos que no saben comerlas, y que en verano no tienen carne, pero sí la facultad de hacer el caldo más exquisito, tan concentrado, tan fuerte, tan rico, que bastaría para hacer una paella sin más tropezones y chuparse los dedos después? Adiós también a vosotras, queridas, queridísimas, y a vuestras primas ricas, estilizadas, evolucionadas, esas cigalas que aquí se pueden comprar, porque tienen el mismo precio que las chirlas en cualquier mercado de la capital.
Al escuchar la bocina del coche, se apresura a escoger, a acomodar el pescado en la nevera portátil, a pagar, a despedirse. Ahora se enfadarán todos conmigo, piensa, pero no, porque su marido tiene que vaciar medio maletero para acomodar su compra y volver a llenarlo después, pero a él también le empapa por dentro la lluvia mansa y triste de la despedida. Los niños tampoco rechistan, porque la pequeña aún está llorando la ausencia de su pandilla, que la ha despedido con gritos y cánticos en la puerta de la urbanización, y su hermano todavía no ha terminado de mandar todos los SMS que necesita enviar a los colegas de quienes le separan por lo menos ocho meses. Siete si hay suerte y la Semana Santa cae en marzo.
Así se van, se marchan, en un día espléndido, mejor que cualquiera de las últimas semanas, como todos los años. Y su coche le da la espalda al mar como tantas otras veces, aunque esta vez ya no regresará desde la gasolinera o el supermercado. Y mientras avanza y avanza, tierra adentro, todos van callados, pensando en lo suyo, volver a trabajar, volver a clase, comprar los libros, los cuadernos, la mochila, perder irremisiblemente este color moreno, dorado, que enjoya sus rostros, sus brazos, sus escotes.
-Por lo menos no hay atasco -se atreve a vaticinar el conductor al dejar atrás Bailén.
Y como no lo hay, pueden parar a comer en un sitio que les gusta mucho, todavía en Andalucía, pero sin otro mar que los olivos que cubren cualquier lugar que alcanza la vista. Cuando el camarero les trae la carta, ella cruza los dedos antes de preguntar si tienen paté de perdiz. Claro, contesta él, y los niños aplauden. ¿Sabes qué?, le dice a su marido, vamos a aprovechar y compramos aceite, voy a levantarme a escoger… Y mientras compara precios, tamaños, colores, calidades ya no se acuerda de lo que ha sufrido en el mostrador de la pescadería.
Almudena Grandes , "Adiós a todo eso"
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